Por Chema Arraiza
Para mí, Esf siempre ha sido cosa de mis padres. Recuerdo las primeras reuniones de mi padre, José María Arraiza, en torno al desarrollo en los comienzos del movimiento 0,7%, hace ya casi tres décadas. A mí entonces me interesaba más el periodismo de guerra y el turismo pseudo-revolucionario, y sólo ocasionalmente lo humanitario (estuve en Congo en el 97 cuando cayó Mobutu, en Cuba en el 94 –el año de los balseros– trabajando en una plantación, en Chiapas con los Zapatistas y con las monjas de la Madre Teresa en Calcuta). Mi inmersión en el mundo de los derechos humanos y, por ende, del desarrollo empezó cuando una cadena de eventos más o menos afortunados me puso de oficial de la ONU en un aislado pueblo serbio de Kosovo durante el duro invierno del 99, tras la entrada de las tropas de la OTAN.
En mis idas y venidas, me encontraba a mi padre con sus amigos en el salón de su casa o bajo el avellano (en latín Corylus avellana) del jardín tramando proyectos. Solo empecé a colaborar de verdad con Esf tras volver de Myanmar en el 2019. Enseguida llegó el famoso virus (que pillé, creo, por cotillear en una reunión de evangélicos cantarines en un hotel de Yangon) y mi experiencia directa en Esf a través de una multitud de reuniones de Zoom, incluyendo tertulias, reuniones del Equipo de Género y del de Derecho a la Energía (sin acabar “hasta los Webinars”).
Me impresiona el entusiasmo y la dedicación de mis compañeros de Esf. Su energía realmente no tiene frontera alguna. Estoy muy contento de participar en las discusiones y el desarrollo de estrategias y proyectos. A menudo mi madre y yo seguimos las tertulias con el Ipad puesto en el salón mientras me ocupo de que mi hija Layla no meta los dedos en un enchufe o se produzca un conflicto armado no-internacional con sus primitos Alba, Nacho e Inés.
La guinda del pastel (de momento) de mi experiencia con Esf fue nuestro viaje a Kenia en el 2014 para llevar paneles solares al colegio de huérfanos de Nyumbani. Los videos que quedan de mi padre bromeando con un grupo de niñas sobre la electricidad (él haciendo de protón y mi madre de electrón) merecerían un Óscar (no los presentaré, Almodóvar necesita más oportunidades).
La experiencia de mi madre, Lola Bermúdez, ha sido intensa:
–Mi primer acercamiento a conocer in situ los proyectos fué a la misión de dominicos en Sepahua, Amazonia peruana, en 2002”, –me cuenta.
–Fue un extraordinario viaje en avioneta y barquito “peque-peque” por el río Ucayali, emulando a Marco Polo. Después conocí las Conchas, en Guatemala. Me impresionò la pobreza, la vida de las mujeres, sin agua ni luz, con los bebés cargados a la espalda. Más tarde Benín, y el asombro de los usuarios al ver las farolas. Senegal fue un viaje inolvidable. ¡Otra vez el milagro del agua! Y, finalmente, Kenia y el colegio de Nyumbani, otro admirable proyecto ¡Todos me parecen milagrosos! Me siento muy vinculada a Esf y a los excelentes voluntarios que la hacen posible, a los que agradezco su inmenso trabajo, su esfuerzo e ilusión. Para Jose-Mari fué su proyecto vital. Y yo le acompañé con admiración y entusiasmo–.