Por Mariano Molina
En mi caso, decir aficiones es no decir nada. Este siempre es un problema de la gente curiosa, y yo me considero uno de ellos. El problema es tener tiempo para profundizar en todo lo que te interesa. Pero, ¡ea!, seamos un poco selectivos. Hoy toca fotografía y pintura.
Hace años, siendo un adolescente me interesó mucho la fotografía. En realidad, me gustaba el dibujo y la pintura, pero un profesor del colegio, con poca delicadeza, y mucha menos empatía, me desaconsejó seguir ese camino. Volveremos a él más tarde. Mi padre me regaló su cámara, una Zeiss Ikon de los 60s con fotómetro incorporado y muy buena óptica. Lo más importante es que junto con la cámara me suscribió a una magnífica colección de libros que se llamaba “La fotografía” editada por Salvat y que reunía la obra de los mejores fotógrafos de la revista Life. Eran los años 70 y en esa edición estaban todos los grandes, antiguos y modernos, y todas las posibilidades que ofrecía tener una cámara entre las manos. A partir de ese momento, fotografiar fue una de mis grandes obsesiones. Pasé por tener mi primera cámara réflex, una Pentax KX, una Hasselblad gran angular (¡todo un lujo!) y por fin un laboratorio propio donde revelar en blanco y negro. Era una época de creación ecléctica, cuando todo estilo o propuesta estética valía. Además de un título, la Universidad me proporcionó una esposa, que también gustaba de la fotografía. Hicimos muchas fotos, vendimos algún reportaje cuyos emolumentos se convirtieron pronto en cervecitas y langostinos y, por fin, tuvimos un hogar. En él, instalé un laboratorio más sofisticado, me tranquilicé, comencé a hacer las cosas de manera más profesional y, finalmente, me puse a experimentar en química fotográfica. La culpa la tuvo en parte mi suegro, que me había regalado un antiguo libro suyo sobre este tema. Aquello fue la bomba; poder preparar mis propias emulsiones, la goma bicromatada, el retoque con cianuro potásico (sí, lo que estáis leyendo), y mucho más. Pero, sic transit gloria mundi, el nacimiento de mis hijos forzó la “reconversión industrial”. Ya fue imposible mantener este potente arsenal de productos químicos en casa, y, además, un niño es un depredador nato de espacio doméstico. El laboratorio fue sustituido por camitas infantiles y mis espacios fotográficos fueron desapareciendo poco a poco. Obviamente, durante algunos años la temática de mis fotos fue monográfica-parental. No me quejo, conservo la afición, adoro los retratos y los paisajes y las cámaras digitales han contribuido a mantener de manera razonable la afición y las posibilidades de editar mis propias fotos. Ahora, me divierte enseñar a los jóvenes y reconozco que he conseguido buenos discípulos.
Lo de la pintura comenzó a finales de los años noventa. Una época en que viajaba mucho y las novelas ya no me servían para entretener las largas horas de espera en los aeropuertos o en las estaciones de tren. Comencé con un cuaderno de dibujo y varios lápices acuarelables. Mis amigos me animaron, les gustaban los pequeños apuntes que hacía. Poco a poco, la maldición del detestable profesor se fue desvaneciendo en mi cabeza. El cuerpo me pedía más y pasé a ensayar con distintas técnicas: óleo, pastel, sanguina, pintura al agua, etc. El asunto me fascinó e incluso me apunté a una escuela municipal, en donde, además de pasar buenos ratos, tuve el placer de coincidir – el mundo es un pañuelo – con una joven Beatriz Adrados que también aspiraba a convertirse en pintora. ¡Ni idea de que años más tarde nos encontraríamos en Esf! Tras las clases vino una exposición individual, varios concursos de pintura rápida y una afición que perdura hoy en día y que sigue siendo un verdadero placer y desahogo. Reconozco que de vez en cuando, en medio de una reunión telemática Esf, – no hay tantas, ¿no? –, cojo las acuarelas y los pinceles y me marco un pequeño esbozo de mis queridas montañas y prados cántabros. Pintar me enseñó también a apreciar la pintura, ver a los clásicos, hoy en día tan poco apreciados; dicho de otra manera, admirarlos. Siempre me ha sorprendido una expresión típica de la gente cuando se habla de la posibilidad de que pinten: “es que no se me da”. Para mí, pintor es la persona que pinta, como escritor es la persona que escribe. Ya lo dijo un compañero de concurso de pintura rápida que trabajaba con su caballete a mi lado: “todo el mundo puede hacerlo, y es el oficio más bonito del mundo”.
Bueno por hoy es bastante. Si los editores de esta Newsletter lo permiten, continuaré en el futuro con las otras catorce o quince aficiones que me quedan por describir: los libros, la música, el tenis, el golf, escribir cuentos, Esf, etc.
Pero esas son otras historias.
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